Los medios occidentales siempre dan la bienvenida al derrocamiento de un dictador – grandes titulares en las portadas- ,  pero en este caso fue saludado con menos euforia por los líderes Occidentales -sobre todo norteamericanos-, que lo hicieron a hurtadillas – una venta de puerta en puerta, como hicieron muchos medios oficiales egipcios antes de que el lides huyera de palacio-. El presidente de Egipto Hosni Mubarak era un aliado de Estados Unidos muy generosamente pagado por su política en Oriente Medio de apoyo a Israel, y la vacilación de Occidente -sobre todo de Estados Unidos-  a un pleno apoyo, lo que debiera de haber sido una expresión clara de los tan cacareados ideales estadounidenses, lo que supuso una frustración, pero todo ello muy instructivo.

El apoyo del Gobierno canadiense a Mubarak era aún leal hasta la lectura del discurso de dimisión el 11 de febrero por el vicepresidente Omar Suleiman, escrito con un arma metafórica, dirigida a uno y otro lado. Esta lealtad cobarde a un autócrata vilipendiado por su pueblo, pero preferido por el tándem estadounidense-israelí. Esto es mucho mejor, enfriar las pasiones revolucionarios, y permitir que el sistema beneficie a Israel, que puede adaptarse al cambio y sobrevivir.

Pero quizás lo más importante es que continúe el Estado de Emergencia en Egipto, lo que permite al régimen el sometimiento de los críticos de Israel, y del mismo modo permite que Estados Unidos continúe torturando a los musulmanes indeseables. ¿ Imagine lo que pasaría si los archivos de todas estas “entregas extraordinarias” durante la década pasada, perpetradas por Estados Unidos ( y Canadá) salieran a la luz, y cayeran en manos de los revolucionarios, como cayeron muchos tratados secretos británicos de la Primera Guerra Mundial cayeron en manos de los bolcheviques?

No van a dejar la pasta de dientes en el tubo”, bromeó el primer ministro canadiense Stephen Harper, con cierto desánimo. Podía articular -de un modo insípido- los sentimientos de la cúpula militar egipcia, que ya veía inútil la dinastía Mubarak y se puso del lado de los rebeldes, aunque a un coste considerable. Ahora que están en el poder, nominalmente encabezado por el Ministro de Defensa y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, Mohammed Tantawi, deben empujar a los manifestantes de la Plaza Tahrir a sus trabajos, terminar con las huelgas, preservando los consejeros militares estadounidenses, por no mencionar al mismo presidente estadounidense, el cual aseguro que la política exterior egipcia permanece en su lugar. Realmente un trabajo muy sucio.

Es difícil creer que hace tan solo unas semanas Mubarak parecía invencible, cuyo rostro adornaba al menos una página de los periódicos del día, encontrándose con algún líder occidental, posando con los personajes israelíes, asegurando que controlaba el barco del Estado en el desierto. Después de la euforia inicial, y de las pruebas de su mal gobierno y de la peligrosa situación en que dejó a los medios recién liberados, la gente está abrumada, irritable y deprimida. La gente ha estado sometida a un cambio desgarrador en su forma de pensar durante las tres últimas semanas.

Los líderes iraníes citan la curiosa coincidencia con su propia revolución del 11 de febrero de 1979, en la que derrocaron al sha (1941-79). Es una fiesta nacional, en la que más de la mitad de la población de Irán salió a las calles, elebrándolo junto a los egipcios cuando Mubarak finalmente dimitió el pasado viernes por la tarde. Los comentaristas estadounidenses prefieren compararlo con el derrocamiento del presidente de Filipinas Ferdinad Marcos (1965-87) y con el presidente  Indonesio Suharto (1968-98). También dicen que podría terminar con otra revolución en Irán.

A pesar de las muchas diferencias, Irán e Indonesia son los paralelismos más cercanos: una rebelión anticolonial contra un autócrata pseudomusulmán represivo, cuyo grado de corrupción y nepotismo le perdieron. Aquellas rebeliones triunfaron cuando el ejército y la policía dejaron de apoyar al líder sustentado por Estados Unidos, algo parecido a lo que hizo el aparato de seguridad de Egipto. La Hermandad Musulmana, reprimida durante mucho tiempo, es el equivalente sunita de los clérigos iraníes. Incluso si Estados Unidos conduce a Egipto al modelo laico de Indonesia, todavía tendrá que reconocer el hecho de que Indonesia no reconoce a Israel, y que cualquier futuro Gobierno egipcio va a negociar los acuerdos de paz de 1979 con Israel.

Pareciera que el sufrimiento de Egipto y la opresión es algo extraño en la experiencia de Occidente. Pero dista de ser verdad. Durante la propagación del incontrolable fuego durante las primeras semanas, me acordé de la comunidad izquierdista de Toronto, ansiosa por el cambio, cuando el neoliberalismo ha dejado en la sociedad canadiense una disparidad enorme en los ingresos, no muy diferente de la existente en Egipto. La diferencia más obvia es que el nivel de vida en Canadá es mucho más alto y la clase medía (todavía) más numerosa. Pero un acontecimiento similar tan espectacular, moviéndose por la justicia social, es imposible de imaginar en Canadá o en los Estados Unidos.

Se me ocurrió que el paralelismo más duro e instructivo no está en Indonesia o Irán, sino entre la prerrevolución de Egipto y lo que acontece en Estados Unidos, que como Egipto ha llegado al final del camino neoliberal, 30 años extenuando a Egipto bajo el reinado de Mubarak, olvidando cualquier cambio que hiciera una sociedad más justa. Las coincidencias abundan: tanto los Estados Unidos como Egipto comenzaron su desdichado viaje en 1981, durante el mandato del presidente estadounidense Ronald Reagan y el asesinato del presidente egipcio Anwar El-Sadat, aunque El- Sadat se hubiera adelantado desmontando la mayor parte del socialismo de Egipto.

Cada posterior presidencia estadounidense ha abrazado  las exigencias del capitalismo y la democracia electoral sólo ha servido para reducir los impuestos a los ricos y a las corporaciones, mientras que se reducían los gastos sociales y aumentaba el de defensa. Cada “nuevo” Gobierno ha utilizado el consenso electoral en todos los principales problemas, del ambiente, de asistencia social, del empleo, la fabricación de armas, las invasiones, las leyes sobre la droga, sobre Cuba e Irán, que se han atrevido a desafiar al imperio.

La disparidad de ingresos es posiblemente el impulso más fuerte para rebelarse. Si tenemos en cuenta el coeficiente de Gini ( en el que la igual perfecta viene expresada por 0), en Egipto es de 0,34, mejor que los 0,45 de Estados Unidos ( en Canadá un 0,32).

¿Entonces por qué tuvieron éxito los egipcios donde los norteamericanos – lo que hace aún más necesaria la revolución- fallan espectacularmente?

Parece que los egipcios son políticamente más astutos que sus homólogos norteamericanos, menos complacientes con sus líderes que admiten sobornos, que siguen políticas dictadas por otros y que responden a la opinión pública.

Pero la llave para entender por qué una revolución como la de Egipto es imposible en los Estados Unidos es que, a diferencia del ejército de Egipto (formado generalmente por reclutas), Estados Unidos tiene mercenarios (perdón, quiero decir un ejército profesional) que no tendrían remordimientos en disparar contra cualquier grupo que amenazase el estado actual de las cosas. El servicio militar obligatorio es esencial en la construcción de una sociedad democrática, una salvaguarda que permite a la sociedad ser desmontada si esto se convierte en una cárcel o un burdel, una posibilidad que ha desaparecido en los Estados Unidos y sus países satélites; una opción que para los manifestantes egipcios tuvo valor.

El senador John Kerry dijo del pueblo egipcio  que “han dejado claro que no se conformarán con algo que no sea una mayor democracia y más oportunidades económicas”. ¿ Cuáles son las perspectivas de Egipto para la creación de una democracia próspera? Que aprendan de la sabiduría de Kerry y que observen el sistema estadounidense, pero que no lo copien, sino al contrario, que aprendan de su lamentable estado.

¿Por qué esperarán los estadounidenses que un presidente actúe con justicia y les escuche cuando tiene que conceder mil millones más a las corporaciones  para superar lo que promete su contrincante en las elecciones? El analista de New York Times, Bob Herbert, observó con envidia a los egipcios deseosos de democracia, comparando el sistema político estadounidense con una “perversión de la democracia”, lamentando el momento en el que los egipcios lo descubran. “Los norteamericanos están en proceso alucinante de autodestrucción, dejando escabullirse a una verdadera democracia”.

Y aún así los norteamericanos juran felizmente su lealtad, lloran el 4 de julio, y durante las inauguraciones presidenciales también, a pesar de las pruebas de las  injusticias cometidas tanto en el país como en el extranjero. Los egipcios, aunque sólo como nacionalistas, serán capaces de ver la fachada de esta pseudo-democracia y se levanten para derrocar a los culpables. Son los héroes de todos los verdaderos demócratas del mundo. Las pocas personas que en Norteamérica quieren ver su propia fachada política completamente transparente, sólo pueden mirar con ojos de tristeza.

Lo que se convirtió en el himno de la revolución - ¿Por qué? De Mohamed Munir- fue escrito,, proféticamente, un mes antes del 25 de enero, cuando se quemaba la poca paja que quedaba de los 30 años de “reformas” neoliberales. Lanza un grito a su patria como un amante despreciado que jura  devolver el país quitándolo de las manos de los usurpadores:

Si tu amor fue mi elección

Mi corazón hace mucho tiempo que lo habría cambiado por otro

Pero juro que seguiré cambiando tu vida a mejor

Hasta que estéis contentos conmigo.

¡Cuán diferente de la canción equivalente norteamericana – de Bruce Springsteen “ Nacido en USA” - autocompasiva y sin esperanza en el presente, la única superpotencia del mundo:

Acabas como un perro al que le han dado demasiados palos.

De modo que pasas media vida cubriéndote

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Canadian Eric Walberg is known worldwide as a journalist specializing in the Middle East, Central Asia and Russia. A graduate of University of Toronto and Cambridge in economics, he has been writing on East-West relations since the 1980s.

He has lived in both the Soviet Union and Russia, and then Uzbekistan, as a UN adviser, writer, translator and lecturer. Presently a writer for the foremost Cairo newspaper, Al Ahram, he is also a regular contributor to Counterpunch, Dissident Voice, Global Research, Al-Jazeerah and Turkish Weekly, and is a commentator on Voice of the Cape radio.

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